Good Riddance

“… como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma..”

La noche de domingo es agradable. Paseamos por el centro de la ciudad buscando un taxi. Es mediados de mayo y acabamos de ver Annie Hall. Me ha llamado por la tarde y le he invitado a ver una película en mi casa. Como no he encontrado subtítulos no se entera de muchos de los chistes; la miro cada vez y sonrío intentando explicarle. Después la noche es agradable fuera y la acompaño a tomar un taxi. Mientras paseamos me dice que a veces se siente sola, que hoy se sentía triste porque a veces piensa que todos estamos solos.

Las cucarachas corren por los adoquines del parque interior en la avenida de la Albufera. La noche es también agradable, algo más calurosa. El vino, la coca-cola y el hielo derritiéndose descansan sobre el banco de granito mientras esperamos.

Había un café los martes y los jueves en un Mcdonalds del barrio de Zhabei, justo al cruzar uno de los canales al norte del Huangbu. La lluvia saliendo del Stagieres una noche de diciembre. Estaban los cigarrillos en los descansos y la película en español, con subtítulos en chino, que vimos en la biblioteca Cervantes. Su trabajo en el Corte Inglés, su hora y media en autobús todas las mañanas y las fotos en el móvil. La terraza donde la barbacoa y la cerveza con limón, la discoteca oscura con la gente vestida de los Village People.

A mi izquierda hay un Cristo crucificado en la pared con una máscara antigas, dejamos la bebida sobre el banco de la parroquia mientras el cantante del grupo punk que está tocando se deja la garganta reivindicando algo que no entendemos. Fuera, los jóvenes hacen botellón y entran a veces en el concierto, la fachada de la parroquia está cubierta de pintadas de colores. Es la parroquia donde los curas dan misa en ropa de calle y se comulga con rosquillas. San Carlos Borromeo, en Entrevías.

Conversamos sentados en el sofá antes de irme a una feria de vendedores de aceite de oliva. Es domingo, finales de mayo. Sin darnos mucha cuenta hemos decidido no volver a vernos nunca. Resulta casi gracioso que seamos tan cáusticos. Apenas decimos palabra cuando bajamos en el ascensor, cuando atravesamos el patio y cada uno toma su camino; ella ladea la cabeza y me dice un rutinario “bye”. Me quedo un momento parado como esperando a que se vaya a dar la vuelta. Pero no lo hace.

El adaptador me lo regalaron en un seminario sobre el mercado del vino en China, donde todos sabían mucho y conocí a José Peñín, que intentaba después arrebatar encogido el micrófono a su intérprete. Creo que vale para casi todos los enchufes del mundo y se puede cargar el móvil o el Mp3 con él. Regresamos hacia la Albufera por las calles vacías de Vallecas. Apenas he dormido en los últimos días. La noche de Madrid tiene siempre la luz naranja y las aceras sucias.

Dentro de cinco meses podría haber decidido volver para vivir en China; regresar para que viviéramos en España. Alquileres, renuncias, el Bund en primavera, el Retiro, la bicicleta al ir al trabajo, el trabajo, las palabras de enhorabuena o de consuelo, las visitas a kilómetros de distancia en otro país, otra provincia, las mismas caras algo más viejas y la inquieta sensación de que nada hubiera cambiado.

El búho atraviesa el paseo de la Castellana, después callejea un rato hasta llegar al Barrio del Pilar. He olvidado el mp3 y me entretengo jugando con el adaptador mientras los borrachos se balancean al ir hacia la puerta en cada parada.

Cómo era España

“Era España tirante y seca, diurno

tambor de son opaco,

llanura y nido de águilas, silencio

de azotada intemperie.”

Cuando venía mi tía abuela de Argentina a visitarnos era todo un acontecimiento en mi casa. La puerta de mi habitación, donde ella solía dormir, permanecía cerrada la mayor parte del día ya que ella tenía que descansar – me decían – por el cambio de hora. Luego se despertaba con sonrisas y regalos y su acento inaudito. Contaba historias sobre los niños de su colegio, allá en Tucumán, y abría mucho los ojos callando a veces para mantener el misterio de lo que decía.

Argentina 1209

Mi tía abuela murió un mes de septiembre de hace pocos años. Hubo llamadas de teléfono y noticias en algún periódico local de Tucumán. Recuerdos del viaje que hicimos a Argentina a visitarla, a la provincia de los ceibos y jacarandás, de la quebrada seca y los indígenas humildes. La noticia parecía como irreal, como si al ocurrir tan lejos no pudiera hacer daño, como si aún fuera posible que alguna tarde la puerta de mi habitación permaneciera cerrada y ella volviera a estar descansando por el cambio de hora.

La tierra de España es árida y seca, es llanura salpicada de algún pueblo inmóvil y refugiado en las cordilleras que atraviesan a veces el paisaje. Llevo mi tabaco chino y mis historias, las fotos en mi móvil y las preguntas cuando llego a Barajas. Las lluvias de este año han hecho crecer la hierba y todo el campo está verde cuando regreso a casa.

Resulta un poco extraño pasear por Sol sin sorprenderse porque todos hablen castellano; trabarme como siempre cuando doy excusas torpes a la chica que reúne fondos para Siria en la puerta del FNAC, el bar de parroquianos silenciosos, la calle vacía bajo el sol de mediodía, el kiosko de al lado de casa, “¿Dónde has estado estos meses?”

A veces, cuando recorro la meseta hacia Asturias, cuando atravieso el túnel del tiempo de El Negrón, las agrietadas peñas de la Ribera o la carretera flanqueada de pinos que va hacía Caparroso. Cuando repito las historias sobre China o doy vueltas en La Ofrenda de Malasaña (que ahora se llama el Woodstock), me resulta agradable que todo sea tan conocido, que parezca que no he estado fuera mucho tiempo.

Cómo, hasta el llanto, hasta el alma

amo tu duro suelo, tu pan pobre

tu pueblo pobre, cómo hasta el hondo sitio

de mi ser hay la flor perdida de tus aldeas

arrugadas, inmóviles de tiempo

El protagonista de La historia interminable llevaba, creo recordar, un retrato o un reloj de su padre que utilizaba para no olvidarse de quién era y poder regresar algún día de Fantasía; para evitar quedarse para siempre en la Ciudad de los Emperadores Locos. Desmond, en un capítulo de Lost, tiene que aferrarse a la imagen de su amada Penélope para evitar ser engullido por un torbellino confuso de viajes en el tiempo. “Ten siempre a Ítaca en la mente / llegar allí es tu meta / Mas no apresures nunca el viaje” fueron las últimas palabras que escribí a alguien que se iba muy lejos.

DIA_Madrid

Unas cañas en la calle Argumosa, el murmullo constante y pausado, las cabezas reclinadas en un vagón de metro que parece antiguo. La mirada huidiza y despreocupada del portero ultrasur y sindicalista de mi antiguo trabajo. El paseo por la ciudad de provincias donde es preciso pararse cada cinco minutos para charlar con conocidos, el anciano abogado que despotrica sobre la larga cola del banco. Un castillo semiderruido e inmóvil frente a la intemperie, presidiendo triste la curva del río.

Puebla de Obando, Villar del Rey,

Beloraga, Brihuega,

Cetina, Villacañas, Paloma,

Navalcán, Henarejos, Albatana,

Torredonjimeno, Trasparga,

Agramón, Crevillente,

Poveda de la Sierra, Pedernoso,

Alcolea de Cinca, Matallanos…1

1 Cómo era España. España en el corazón. Pablo Neruda. 1938
[FOOTNOTE]

Ha Long Bay – La agenda

(To the tune of Green Jade Table)

Hacia las siete de la mañana cae una tromba de agua sobre el barco en la bahía de Ha Long. El camarote tiene una gotera sobre la cama de al lado y mi amigo se levanta maldiciendo la calidad de los viajes “Superior”.

2013-03-29 08.20.05

Me gustaría volver a Shanghai y que ya no estuvieras. me gustaría saber seguro que ya no voy a volver a verte. Me gustaría no recordar las palabras ni los versos, las manos inocentes y tu forma de reír tapándote tímida la boca.

Glyn, el artista británico, saca un instrumento musical que ha hecho con sus propias manos mientras bebemos en el barco casi inmóvil en algún lugar de la bahía. El instrumento parece una guitarra, pero tiene cuatro cuerdas y es bastante complicado tocar algo. Intentamos cantar los Beatles, Bob Dylan y La Bamba, la interpretación nos queda bastante deslucida. A nuestro lado, el grupo de tailandeses arquitectos ríe cada vez que desafinamos. La tripulación mira una película vietnamita sin sonido a nuestra espalda.

“Brilla el agua en tus acequias
surcan la tierra tus bueyes
y yo cruzo tus caminos
y jamás volveré a verte”

Me fui de España repitiendo sin pensar mucho esta estrofa, sin saber lo que era quedarse.

Busqué mucho tiempo los caracteres para invitarte al Festival de las Linternas en aquel parque pequeño al norte de Shanghai. El domingo de finales de febrero cuando nos dábamos la mano e intentábamos descifrar los acertijos de las linternas rojas colgadas en las pasarelas del parque. La noche en que te apartaste riendo sorprendida cuando me encendí un cigarrillo. Cuando después, torpes los dos, te daba cuatro besos en la mejilla para despedirme.

La pequeña isla de Cat Ba es un parque natural con montañas bajas muy verdes. Caminamos con un grupo de holandeses, daneses y dos alemanas. Todos llevan o tienen planeado viajar durante mucho tiempo. Bebemos cerveza y reímos con ellos después, en otra isla más pequeña aún con bungalows destartalados en la playa.

Me gustaría olvidar cómo iba avanzando el mes de marzo, los primeros días de calor en Shanghai, las noticias urgentes y tristes de España y los fragmentos de canciones que siempre te enviaba. La distancia en el sillón mientras veíamos “El milagro de P. Tinto” y me preguntabas confusa de qué iba todo aquello. Tu vestido rojo.

Hanoi tiene una lluvia débil y persistente, los vietnamitas toman té y cenan en pequeñas banquetas minúsculas en las aceras. El vendedor que me enseña el ajedrez chino que quiero comprar me anima a que busque las instrucciones en internet. Varios borrachos llegan a la habitación del hostal gritando y tropezando con las camas.

Me gustaría volver, haber vuelto a Shanghai y que ya no estuvieras. Me gustaría que fuera más fácil seguir sin el paseo por el Bund, a finales de marzo, cuando contabas divertida la historia de aquel niño aterrado en la piscina la vez que aprendiste a nadar, sin las manos en Beijing Xi Lu, el restaurante de Jing´An Temple.

Digo palabras torpes cuando nos dirigimos a la estación de metro la última vez que te vi. Enfadado porque me gustaría que no tuviera que ser así y porque de todas formas ya lo sabía. Digo palabras torpes y te doy la carta con los versos de Xin Qiji, te beso en los labios y nos damos la vuelta.

Hubiera sido más fácil sin la bolsa de cartón con flores que me diste antes de irte. Sin haberla abierto poco después en el vagón y sin descubrir que habías escrito en una agenda para notas los fragmentos de la historia, a veces en inglés, a veces en chino, para que la recordara.

众里寻她千百度,
蓦然回首,
那人却在,
灯火阑珊处。

(Epílogo)

Las festividades chinas suelen ser muy estresantes. Las luces, la gente, los caracteres extraños y las lámparas rojas meciéndose entre los pequeños estanques de los parques repletos. Los versos hablan de ese momento caótico, la sensación inconsciente y unos ojos de repente al darse la vuelta en la noche.

Entreacto: Invierno en Shanghai

(i així, robar
temps al temps d’un rellotge aturat)

Cae aguanieve en Shanghai, fumo frente al edificio del Carrefour en Wuning Lu, el edificio tiene varias plantas y está cubierto por un mural con escenas de los años 20 en París. Era el mural que veía desde mi antiguo piso. Hace mucho frío en la calle, es sábado por la noche y me dirijo a casa para ver una película.

Me escribe por el móvil la traducción de la carta que nos ha dejado un vecino en el buzón La historia le parece muy graciosa. El vecino está indignado porque hay gente turbia haciendo obras en el edificio y quiere que todos los vecinos nos reunamos para denunciarlo. La carta estaba sobre la mesa cuando tuvimos la clase. Por hacer el tonto le he dicho que era una carta de amor de una admiradora secreta, que vaya desilusión ahora que sé que es solo un vecino loco y gente turbia haciendo vete a saber qué en mi edificio.

Me pregunta después, ya en casa, si alguna vez he recibido una carta de amor. Le escribo el primer fragmento de la canción “Que tinguem sort”.

Me mudé a principios de enero, después de unas navidades atípicas en bañador y con camisa de flores. Después de una nochevieja donde nadie parecía celebrar el año nuevo en serio. El nuevo piso queda a cinco minutos andando del trabajo, la habitación es muy grande y hay un cartel de neón con caracteres chinos frente a mi ventana.

Vuelvo a casa balanceándome y tarareando “Cadillac solitario” una de las noches. Hemos intentado ir a una “pervert party” en el Geisha pero era demasiado cara. Terminamos la noche en un bar semivacío con música repetitiva. Vomito al llegar a casa.

Tengo que traducir 12.000 palabras y no me da tiempo. Entretanto me escribe para aconsejarme que deje de fumar, me pregunta por mi religión y se alegra inocente porque la historia de “Que tinguem sort” no termine mal.

El bar universitario repleto de pintadas y estudiantes borrachos, las canciones en euskera y el baile en la discoteca psicodélica de Wuding Lu, las manos al salir para coger el taxi entre puestecitos de noodles y vendedores ambulantes.

2011-01-01 08.02.18

Siempre que llego a casa enciendo atenazado mis dos estufas, por la noche me pongo mi manta eléctrica y me duermo bajo otras dos mantas. Escribo mensajes tontos por el Wechat y me propongo aprender 1.200 caracteres. Estudio antes de dormir, en los ratos que voy a fumar, en las noches en el McDonald´s después de la clase de intercambio.

Me propone salir un viernes para tomar algo, todavía me quedan 10.000 palabras sobre electrodomésticos y técnicas de venta que traducir, así que le digo que no. Decidimos quedar la noche antes de irme a Tailandia pero lo volvemos a cancelar. Unas horas antes de irme me envía una sonrisa a través del móvil. Hablamos durante unas horas mientras miro mi itinerario y hago la maleta. Al final de la conversación me cuenta que se va en abril a Alemania a trabajar, que estará allí un año para aprender un alemán perfecto, para viajar por Europa.

Patong – Phuket – Bangkok – Wuhan

(El regreso)

Hacia las ocho y media decido que ya he hecho el tonto el tiempo suficiente y me marcho de la puerta de la discoteca donde había quedado con la chica tailandesa de la noche anterior.

Me he comprado una camiseta blanca y me he mudado a una litera en un hostal para mochileros. El hostal está sobre un centro comercial frente a la discoteca de la noche anterior. Hacia las seis de la tarde, cuando llego, la gente ya está de fiesta.

Después de esperar media hora en la puerta de la discoteca vuelvo a beber cerveza al hostal y a trastear con el móvil. Me siento solo en la zona para fumadores, dentro, varios mochileros ríen y juegan a beber.

Recorro la última conversación que tuvimos en el móvil, cuando llego hasta su pregunta descubro que me está escribiendo un mensaje. Me pregunta feliz por el viaje y soy incapaz de responder normalmente sabiendo que se va. Tomo más cerveza, me uno a un grupo variopinto de europeos borrachos y termino en la discoteca buscando a la chica de ayer.

Intento sobrevivir a la resaca y al calor bajo una sombrilla en la playa al día siguiente. Hacia las cuatro de la tarde emprendo el largo viaje de vuelta. Desde Phuket Town a Bangkok paso 12 horas en un autobús destartalado sin poder dormir ni leer, la batería del mp3 se agota a las dos horas. Descanso en centros comerciales en Bangkok con la mochila a cuestas. Paso las horas largas leyendo, cargando el móvil en alguna columna del aeropuerto.

2013-02-18 14.29.25

Me molesta que se haya extendido como un cáncer, que no pueda salir de las canciones, de los planes y los días que quedan cuando vuelva a Shanghai.

Dormito en los bancos esperando el vuelo retrasado a Wuhan, me despierta una azafata para darme la cajita de cartón con la cena, me como los noodles frente a varios grupos enormes de turistas chinos cansados. Son las 6 de la mañana.

Wuhan es uno de los centros de comunicación norte-sur de China, la ciudad está dividida por el Yang-tzé y es uno de esos ejemplos del desarrollo del país en los últimos años, el hormigón se extiende hasta donde alcanza la vista, en el metro anuncian las paradas en inglés y la calle principal está repleta de centros comerciales con puertas automáticas tras cortinas de plástico duro.

Hace mucho frío, mucho viento.

2013-02-19 14.55.32

El vuelo a Shanghai vuelve a ir con retraso, antes de entrar al avión le envío la traducción del fragmento y le explico lo que significa.

“Aunque tú no lo sepas, te inventaba conmigo

hicimos mil proyectos, paseamos

por todas las ciudades que te gustan

recordamos canciones, escogimos renuncias

aprendiendo los dos a convivir

entre la realidad y el pensamiento”

“¿Cuál es tu pensamiento?”

Ko Phi Phi

El ferry se dirige hacia Ko Phi Phi, un pequeño archipiélago cerca de la isla de Phuket. Mi estómago se balancea y recuerdo el tequila de la noche anterior, el vestido rojo de la chica tailandesa.

De cuando en cuando recuerdo la pregunta sin contestar del móvil, calculo mentalmente cuanto quedará para abril cuando vuelva.

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Por el camino conocemos a un grupo de españoles, dos futbolistas y un manager. Preguntamos intrigados por la vida del futbolista profesional y ellos nos miran como buscando aprobación cada vez que utilizan una palabra complicada.

Hay un grupo de chicas argentinas en el restaurante en el que cenamos, hay wi-fi y cervezas a pesar de la resaca. Compramos un cubo en una de las calles empedradas de la isla, salimos a la playa. La playa es pequeña, estrecha y rodeada de vegetación. A lo lejos se distinguen varias islas rocosas. En la arena hay espectáculos de fuego, altavoces para los turistas rubios enrojecidos por el sol. La gente bebe en los cubos de playa con pajitas y todos llevan camisas ligeras, normalmente con flores, y chancletas.

Los europeos son altivos y borrachos, bailamos en la playa entre altavoces, música electrónica, turistas sin camiseta y un laberinto de calles pequeñas. El pub repleto hoolingans borrachos con acento inglés donde vemos el partido del Real Madrid, los sitios de masajes abiertos hasta las tres de la mañana, el hostal que parece un after hours.

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La isla en la que rodaron la película de “La playa” está atestada de barcos de turistas. La mayoría son botes sencillos tailandeses de poca capacidad, aunque de vez en cuando se divisa algún yate con jóvenes de fiesta. La playa es mucho más pequeña que la de Ko Phi Phi y está mucho más abarrotada de turistas tomando el sol, bajándose de los barcos que no dejan de atracar en la arena y pagando los 400 bats que cuesta tomar el sol allí.

Casi todos los tours en el Sudeste asiático tienen paradas en sitios con nombres inventados, inocentes: “playa secreta”, “isla salvaje”, “cueva escondida”. La mayor parte de estas excursiones también tiene una “isla de los monos”. Uno de los futbolistas se entretiene dando de comer patatas a uno de los monos, el mono le sigue el juego y en un momento de despiste, salta y le roba la bolsa. El mono le persigue durante un rato y después nos mira desafiante.

De noche el efecto del fuego se repite, ahora mucho más cansados, observamos perezosos los malabarismos con los palos de fuego y el débil ruido del mar. También se repiten los cubos, los altavoces y las chancletas, la música electrónica y las calles pequeñas donde los suecos, alemanes e ingleses borrachos, donde encontramos a un insólito vallisoletano con el que cantamos Celtas Cortos.

Termino en un sitio de masajes hacia las tres de la mañana. La chica que me atiende es muy morena y corpulenta, me da bastantes golpes y se nota que quiere terminar rápido. El suelo de la habitación del hostal está lleno de arena, la puerta permanece abierta las 24 horas.

Dos noches en Patong

El autobús de línea va con las puertas abiertas mientras asciende por la pequeña cordillera que hay en el centro de la isla.

La ciudad parece Benidorm pero mucho más sórdida, con algo más de gente joven y muchos más tatuajes. Las calles están atestadas de gente y de puestos de souvenirs, de masajes, de tatuajes, de bares occidentales con jóvenes tailandesas y algún borracho europeo a las tres de la tarde.

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Por la noche cenamos en un italiano y comenzamos a beber, recorremos una carpa donde las tailandesas te invitan a jugar al tres en ralla o a clavar un clavo en un tronco. Bebemos tequila, observamos un espectáculo de lady boys que se nos acercan lascivos. Detrás de mí un irlandés bebe divertido junto a una tailandesa pequeña que calla y sonríe.

Nos desperdigamos ya borrachos por otra carpa con barras cuadradas repletas de chicas que piden ser invitadas a una copa. Bailo con una de ellas, que ríe mientras me señala la barra, ante mi insistencia consigo que ella me invite a una copa, salimos de la carpa hacia la playa y me compra una camiseta en un puesto; nos sentamos en la arena y empieza a vomitar. Entre el sueño y el alcohol, con su inglés indescifrable me dice que la proteja, que la cuide. Regreso por el linde de las montañas que cercan la bahía, al amanecer, salvo por alguna moto dispersa, la ciudad parece vacía y en silencio.

Dos días después regresamos a la ciudad. Los tres días seguidos de fiesta se notan en nuestras caras, mi estómago se balancea con el vaivén del barco.

Apenas he pensado en ella. De vez en cuando me quedo con la cara estúpida recordando la bruma de Hong Kong y la pregunta sin contestar. Regresaré a finales de febrero, ¿cuántas clases?, ¿cuántos fines de semana quedan hasta abril?.

El hotel en el que nos alojamos es extremadamente rosa, es también una agencia de viajes y los dueños, un tailandés y un inglés, parecen ser pareja. Dormitamos hasta la noche y regresamos a las calles siempre de fiesta, entramos en bares turbios con espectáculos a cada cual más sórdidos. En uno de ellos las chicas que bailan en la barra pegan con porras de goma a los turistas que beben y ríen, en otro, las chicas se acercan sugerentes para que las invites a una copa y señalan las escaleras discretas que llevan hacia el piso de arriba; el último es un ping pong show.

Terminamos dispersos de nuevo en una discoteca al aire libre, en el segundo piso sobre la carpa de bares en cuadrados. bailo con una chica que se ríe cada vez que le declaro mi amor, lleva el pelo largo castaño, aparato en los dientes y no habla apenas inglés. Cuando una de sus amigas se la lleva, salgo a la entrada a buscarla, vuelvo a declararle mi amor y prometo estar al día siguiente esperándola en la puerta de la discoteca.

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Bangkok – Phuket

El palacio real de Bangkok es barroco y dorado. Visitamos el templo del buda recostado, navegamos por el río mientras pasa a nuestro lado Wat Arum, el templo del amanecer, comemos por las calles abarrotadas del centro y  recorremos el mercado de Kaoshan Road entre tailandeses elegantes que nos ofrecen un traje a medida.

Tomo un taxi hacia la estación de autobuses por la tarde, me siento frente al autobús VIP que me llevará a Phuket por la noche y descubro que he perdido el pasaporte. En mi cabeza me veo en la ventanilla de la embajada, sin poder volver a China y con el viaje cancelado. Me veo volviendo a España, me veo explicando a todo el mundo cómo se puede ser tan tonto. Tomo otro taxi de vuelta, estoy tan agobiado que no me resisto al timo torpe del taxista. Llego al hostal, en la calle, junto al templo empedrado en gemas, me llama la chica de la recepción, tiene mi pasaporte.

Recorro Tailandia de norte a sur al día siguiente. El autobús, de clase turista, para cada 15 minutos para recoger a gente para trayectos cortos. Voy en el piso de arriba, en la primera fila observando la carretera, las casas bajas de madera, los puestos, los carteles en una lengua indescifrable, el mar por un momento y las pequeñas colinas llenas de vegetación.

Pienso en todas las historias que había imaginado en los últimos versos que envié, en todas las historias que ahora se han derrumbado y me siento un poco estúpido. hago un repaso a través de la música de otras historias, de otros mismos desenlaces. Leo un poco, el autobús tarda 12 horas.

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Phuket Town está vacío y apagado, descubro una zona de bares donde ceno solo, regreso con algún problema por las calles confusas que me recuerdan a El Rocío.

Sin noticias de Gurb – Tailandia

Al principio sonreía, desviaba sus comentarios próximos y pensaba que es mi profesora, que es muy joven, que es muy complicado. Cometo el error de recordar lo divertido que era hacer el tonto y envío versos y canciones. Tarareo canciones y recito versos y sonrío. Luego me dice que se va en un mes a trabajar a Europa durante un año.

Ha nevado en Shanghai. Los supermercados están desabastecidos, hay montajes publicitarios colosales y farolillos rojos por doquier, serpientes de cuando en cuando. Hace mucho frío.

Repaso mi itinerario, hago la maleta medio dormido y cojo un taxi. En el trayecto le envío una estrofa de “Aunque tú no lo sepas”, de García Montero y decido no pensar más en ella, aprender a no pensar más en ella porque solo me recuerda, porque solo es otra imagen del mismo pasado, porque se va.

La mujer de Bilbao junto a la que voy sentado en el avión aún conserva un poco de acento vasco. Comentamos la situación de España, el 15M, la corrupción y las diferencias con China. Me anima a visitar Hong Kong y me ofrece dólares de la ciudad: “Ya me los devolverás”.

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Paseo como un zombi por el Aeropuerto Internacional de Hong Kong y espero mi vuelo. “Sin noticias de Gurb”, entiendo que hay alguna metáfora con mi situación y subo una foto al Facebook. No ha respondido a mi mensaje.

Los tailandeses son morenos, amables y espontáneos, parece que les cuesta poner atención a lo que hacen pero siempre sonríen. No me cuesta mucho llegar a mi hostal del barrio de Silom, hay un pequeño templo enjoyado en la esquina y varios puentes por la calle, el tren elevado de Bangkok me recuerda a alguna película futurista con megaciudades destartaladas y rascacielos enormes desperdigados en el horizonte. Hay wi-fi en el hostal, una adolescente tailandesa con aparato me enseña la habitación y un treintañero melenudo se incorpora en la litera para recibirme. Parece que quiere hablar de algo pero no conseguimos sacar ningún comentario interesante.

En la calle suenan petardos. Tumbado en la litera de arriba conecto el móvil, me felicita el año nuevo, me pregunta por el poema.

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Recuerdos de la Alhambra

La melodía de la guitarra suena triste y lánguida, sostenida por el trémolo constante que recuerda alguna fuente del complejo, con la sierra de Granada al fondo. Escuchaba la canción en los días cortos de Londres, mirando de cerca la pantalla con cascos en algún locutorio poco antes de volver a salir al frío y a la noche, lejos de casa.

Recuerdos de la Alhambra

El taxista tararea una canción mientras saca un cigarrillo, arroja el paquete vacío por la ventana y continúa dando bandazos y frenazos por Changshou Road entre calada y calada. En la parte de atrás no hay cinturón, voy vigilando preocupado el taxímetro confiando en que haya entendido bien la dirección a la que vamos.

Los edificios de enfrente de mi casa están recortados por luces de neón, a la derecha, una lona con dibujos de ladrillos y de gente tomando el aire en sus terrazas cubre el edificio del Carrefour. El piso es blanco y pequeño, la cama está sobre una tarima en semicírculo con ventanas, tiene un cuarto para la lavadora y una terraza común con césped, respiraderos y antenas de televisión.

La gente se precipita nerviosa y ensimismada por las aceras y las calzadas, se empujan mientras miran al suelo con gestos bruscos o apartan sus móviles para seguir conversando, con la pantalla frente a la boca y unos cascos en sus orejas. Es frecuente escuchar el sonido de un escupitajo por la calle, el timbre de una bicicleta detrás de ti o los interminables motores, frenazos y pitidos del tráfico.

Hacia las cinco y media ya es de noche, las luces de colores de los centros comerciales se apagan y poco a poco, la actividad se traslada a los puestos improvisados de comida en las aceras, rodeados de nubes de vapor y a un ritmo mucho más tranquilo. El aire es siempre húmedo y denso, el olor, acre.

Un chino borracho duerme en la mesa de una discoteca con barra libre y la música a todo volumen, las copas se sirven sin hielo, las chicas se sientan en mesas reservadas protegidas por pretendientes que se balancean y guardias de seguridad. Desde el piso 33 de un edificio en el Bund se distinguen los rascacielos del Putong, se puede reservar una cama en la terraza para disfrutar de una copa mientras los barcos turísticos y los oscuros remolcadores se desplazan por el río Huangpu, con la ciudad a los lados.

La ciudad parece dividirse en islas, los edificios de viviendas se agrupan cercados por muros y vigilados por guadias en los accesos, los compounds, con sus propios parques y, en ocasiones, sus tiendas.  De vez en cuando se abren brechas entre los rascacielos y aparecen filas de casas bajas idénticas por el centro de la ciudad. Los expatriados suelen alojarse por los mismos barrios, emborracharse en los mismos garitos y mantienen una comunidad bastante unida. La distancia es a veces muy difícil.

El cielo de Shanghai es pálido y borroso, las siluetas de los rascacielos se dibujan en neón entre la neblina, debajo, en las calles, nadie parece descansar. La luz de los días me recuerda a la primera vez que visité Marruecos, un poco diferente, algo más amarilla. La lógica de la ciudad parece fuera del alcance, escrita en la maraña de caracteres que conforman el día a día. Cada tarde escribo algunos en el cuaderno, repitiendo los trazos, guardando tarjetas con las frases y nombres más importantes, escucho conversaciones en el metro, miro en la televisión algún programa incomprensible.

Es preciso que la grabación sea antigua, un poco lenta, el trémolo y la melodía a veces se confunden y entonces está la fuente incesante del hotel de la calle de Valencia de Don Juan, los botellines en el local de la plaza de Concurbión, la Cabrería, el paseo del río Caudal, un amanecer en Ortigueira.